La locura de quienes sienten piedad por los animales e indiferencia (e incluso desprecio) por los seres humanos
QUÉ SUERTE HA TENIDO EXCALIBUR, NO ERA AFRICANO
Para los que nacen en la orilla equivocada del Mediterráneo, no hay
compasión, ni piedad, ni sedantes. No hay manifestaciones ni revueltas. Ni
siquiera un minuto de silencio. Ellos mueren como perros
Excalibur era el nombre del perro
de Teresa Romero, la auxiliar de enfermería que está manteniendo una lucha a
vida o muerte con el virus del ébola en el hospital Carlos III de Madrid. Hace
unos días los técnicos de la Comunidad de Madrid decidieron que Excalibur fuera
sacrificado para evitar contagios, sin hacerle siquiera las pruebas pertinentes
que aseguraran si sufría o no la enfermedad.
Mucha gente se ha preguntado si
realmente era necesario este sacrificio. Tal vez el perro no estuviera
afectado, o tal vez se podrían haber tomado medidas de protección de otro tipo
que no exigiesen su muerte. Incluso he escuchado a un reputado científico
afirmar que hubiese sido más sensato dejarlo con vida como instrumento para la
experimentación lo que, según decía el caballero, permitiría saber mucho más
del bicho que amenaza el mundo y que ya ha desatado varios terribles brotes en
África superando los 4.000 fallecidos, que sepamos.
Este virus fue descubierto en
1976 en las cercanías del río Ébola, en la República Democrática del Congo. En
aquel momento había iniciado una epidemia que se llevó por delante al 92 % de
los infectados, hasta llegar a sembrar aquella lejana tierra con 280 cadáveres.
En Occidente ni se hizo ni se escuchó nada. Se ve que no era asunto de nuestra
incumbencia. Bueno, sí se adelantó en una cosa: incluir al “ébola” dentro de
los posibles agentes susceptibles de ser usados por el terrorismo biológico.
En 1994, el mismo año en que
empezaba el rodaje de la película “Estallido” (“Epidemia” en Latinoamérica y
“Outbreak” en su original inglés), inspirada en esta enfermedad, aparecía un
segundo gran brote en Gabón, al que siguió otro más de nuevo en la República
Democrática del Congo durante el que encontraron la muerte 256 personas. Más
tarde se han declarado casos en Sudán, Uganda, Guinea-Konacry, Liberia, Nigeria
y Sierra Leona, siempre con una mortalidad superior al 65 % y en determinadas
zonas rallando el 90 %. El último despertar del virus ha sido el más dañino
hasta la fecha: esta vez ha logrado extenderse por varios de los países citados
e incluso ha superado la formidable barrera del Sahara, alcanzando a cavar la
tumba de más de 3.300 personas.
Mientras esto sucedía nosotros
seguíamos con nuestra vida normal como si no pasara nada, porque a nadie le
importaba demasiado lo que ocurriese en las selvas africanas siempre que, eso
sí, no pareciera inminente el peligro de que la enfermedad se extendiese por
Europa. Una y otra vez constatamos que nuestros abstractos discursos
ideológicos sobre la “diferencia” nos ayudan a aceptarla sólo si está lo
suficientemente lejos. Ni siquiera recuerdo una sola manifestación en la que se
exigiera al gobierno que tomase medidas urgentes para ayudar a los afectados
por el ébola en todos estos países, y sí ciertas voces criticando que se
repatriara a los misioneros que se dejaron la piel, literalmente, movidos por
su pasión por el hombre.
Menos mal que las cosas parece
que van cambiando. En los últimos días he podido ver cómo decenas de activistas
enfervorecidos increpaban a los funcionarios que recogían a Excalibur y, sólo
un día después, cuando se conoció su triste suerte, al menos un par de
centenares de ellos llamaban “asesinos” a quienes hubiesen tomado la decisión
matar al pobre animal. La explicación debe de estar en que Excalibur tenía
cartilla de vacunación española, no nigeriana o sudanesa. De hecho se le trató
según esta condición, y por eso fueron a recogerlo con un vehículo bien
equipado que lo dejó en manos de un experimentado veterinario que, antes de
inyectarle el líquido letal, lo sedó para evitarle cualquier sufrimiento
innecesario. Fue todo una eutanasia al más puro estilo occidental. Murió como
tantos pacientes lo hacen en hospitales de Bélgica, Holanda o Luxemburgo por
decisión propia y/o de sus familiares.
Mientras, nuestros hermanos
negros no tienen tanta suerte: al enfermo lo expulsan de su comunidad y de su
pueblo, y si no puede llegar hasta uno de los precarios y escasos hospitales en
los que faltan todo tipo de medicinas, incluso las más elementales, se sumerge
entre los árboles esperando una muerte en soledad, sangrando por todo su cuerpo
hasta que pierde cualquier atisbo de energía y presa de horribles dolores. Para
estos no hay compasión, ni piedad, ni sedantes que alivien el paso por el
postrero momento. No hay manifestaciones ni revueltas. Ni siquiera un minuto de
silencio. Ellos mueren como perros porque son pobres, porque son negros, porque
nadie cuenta con ellos, porque no tienen derecho a meter papeletas en las urnas
adecuadas, porque, por lo visto, han nacido al sur de la orilla equivocada del
Mediterráneo.
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